viernes, 25 de enero de 2013

La obsolescencia programada


LA OBSOLESCENCIA PROGRAMADA

    Sí, obsolescencia programada, así se llama. Eso que es como el aire, que no se ve, pero que está, que existe, que convive con nosotros. Eso que parece que tiene un nombre tan raro, precisamente, para que nadie se acuerde de ello. Así se denomina al hecho de que los productos que compramos, la gran mayoría, vengan de fábrica con una fecha de caducidad puesta a conciencia para que pasado un tiempo se haga necesario comprarlas de nuevo.
 
    En un documental sobre ello, vi cómo las empresas, con tal de ganar dinero, destruyen las más novedosas invenciones, que aun pudiendo contentar a los clientes, significan la ruina de las mismas al ser de larga vida útil. Un ejemplo de ello es que una compañía especializada en lencería descubrió en sus laboratorios un tipo de tejido sintético para medias que podía aguantar el peso de un coche estirándolo sin que se rasgase. La idea era revolucionaria, pero no traería beneficios a la empresa, ya que al no romperse el artículo, la gente no tendría necesidad de adquirirlo de nuevo. Otro ejemplo que demuestra la existencia de este fenómeno, quizás el más conocido de todos es el caso de la bombilla. Actualmente, cuando una bombilla permanece encendida un número determinado de horas, está programado desde su fabricación que deje de funcionar. Pero las primeras bombillas que se produjeron no poseían este sistema de caducidad. Prueba de ello es que en la estación de bomberos de Livermore en California (EE.UU.), hay una bombilla que lleva encendida ¡111 años!
 
    Nada más tener conocimiento de este fenómeno, nos echamos las manos a la cabeza al saber que estamos siendo marionetas manejadas por los productores. Es verdad que la actual manufacturación de artículos, que compramos traicionados por la falsa publicidad o el mero atractivo del producto ante nuestros ojos es una cuestión problemática, pero no es la única. Debido a la excesiva producción, por consiguiente se originan numerosos residuos, cuyo lugar de destino no son las grandes ciudades, ni espacios propios de la empresa habilitados para ello, sino territorios de países tercermundistas que se tornan vertederos. Es irónico que los países que menos han penetrado en el mundo de la globalización comercial (por no decir que ni han entrado) sean los que acarreen con las consecuencias de esta superproducción que nos lleva a la ambición material a todo el mundo.
 
    Al finalizar el análisis más o menos a fondo de este tema se pueden sacar varias conclusiones. En mi humilde opinión, la más importante es que con la avaricia de los grandes empresarios, la sociedad se va al pique. Aquellos (y aquellas, hay que ser políticamente correcto) directores de empresas, ciegos por el egocentrismo y el conformismo de poder vivir ellos a costa de la inversión ajena, no caen en la cuenta de que lo que está en sus manos no
es solo una elaboración y venta de un objeto, sino que se juega con el dinero y la vida de las personas. A quien le sobra el capital, le puede dar igual gastar dinero una y otra vez -sin tener por qué hacerlo si las cosas se hicieran bien-. Pero una persona con pocos recursos, estereotipo que abunda en nuestra sociedad por desgracia últimamente, que no se pueda permitir este engaño porque le es materialmente imposible sostenerlo, no se le debería permitir esta carga.
 
    En definitiva, y para finalizar, la obsolescencia programada (sí, eso, ¿se acuerda?) no debería ser legal, pues aunque pueda perjudicar a los grandes empresarios -que comen de esta mentira a la población-, beneficiaría y en gran medida al pueblo en general.
Pero claro, Poderoso caballero es Don Dinero...

Francisco Javier Salguero 1º Bachillerato B

Imagen: Centro comercial en Frankfurt Main (Marta Gil)

No hay comentarios:

Publicar un comentario